sábado, 6 de diciembre de 2008

el tonal y el nagual

estaba leyendo a castañeda. Este capitulo me dejo de supercara.com. Se los dejo para que lo disfruten.

El Tonal y el Nagual

Don Juan y yo volvimos a vernos a eso del mediodía siguiente, en el mismo parque. Él lucía aún su traje café. Tomamos asiento en una banca; se quitó el saco, lo dobló con gran cuidado, pero a la vez con un aire de suprema indiferencia, y lo puso en la banca. Su despreocupación era muy estudiada y, sin embargo, completamente natural. Me sorprendí mirándolo con fijeza. Él parecía al tanto de la paradoja que me presentaba, y sonrió. Enderezó su corbata. Llevaba una camisa beige de manga larga. Le quedaba muy bien.

‑Traigo todavía mi traje porque quiero decirte algo de gran importancia -dijo, dando palmadas en mi hombro‑. Ayer te salieron las cosas muy bien; así que ya es hora de llegar a ciertos arreglos finales.

Hizo una larga pausa. Parecía estar preparando una declaración. Tuve una sensación extraña en el estómago. Mi suposición inmediata fue que don Juan iba a darme allí mismo la explicación de los brujos. Se puso en pie un par de veces y se paseó de un lado a otro frente a mí, como si le resultara difícil dar voz a lo que tenía en mente.

‑Vamos al restaurante de enfrente a comer algo ‑dijo finalmente.

Desdobló el saco, y antes de ponérselo me mostró que tenla forro completo.

‑Hecho a la medida -dijo, y sonrió como si eso lo enorgulleciera, como si le importara.

‑Tengo que llamarte la atención sobre estas cosas, porque si no, no lo notarías, y es importante que tengas en cuenta que mi forro es completo. Tú te das cuenta de todo sólo cuando piensas que así debes hacerlo; pero la condición de un guerrero, es darse cuenta de todo en todo momento.

"Mi traje y todos estos adornos son importantes porque representan mi condición en la vida. O mejor dicho, la condición de una de las dos partes de mi totalidad. Esta discusión ha estado pendiente, por muchos años. Yo sé que esta es la hora de tenerla. Todos los puntos de esta discusión tienen que estar, sin embargo, perfectamente cortados, de lo contrario no tendrá sentido. Quise que mi traje te diera la pri­mera pista. Creo que ha cumplido su misión. Ahora es tiempo de hablar, porque en los asuntos de este tema, no hay comprensión completa sin palabras."

‑¿Cuál es el tema, don Juan?

‑La totalidad de uno mismo.

Se puso en pie abruptamente y me guió a un res­taurante en un gran hotel al otro lado de la calle. Una recepcionista con cara de pocos amigos nos dio una mesa dentro, en un rincón ciego. Obviamente, los lugares preferentes estaban cerca de las ventanas.

Dije a don Juan que la mujer me recordaba a otra encargada, en un restaurante de Arizona donde él y yo comimos una vez, la cual nos preguntó, antes de darnos el menú, si teníamos dinero suficiente para pagar.

‑Es muy natural lo que le pasa a esta pobre mu­jer ‑dijo don Juan, como simpatizando con ella-. ­Los chicanos no le caen bien, así como a la otra.

Rió suavemente. Dos o tres personas, en las mesas adyacentes, volvieron la cabeza y nos miraron.

Don Juan dijo que sin saberlo, o quizás incluso contra sus propias intenciones, la recepcionista nos había dado la mejor mesa en todo el local: una mesa donde podíamos hablar, y yo podía escribir hasta hartarme.

Acababa de sacar del bolsillo mi bloc de notas, y de ponerlo en la mesa, cuando de pronto el mesero se cirnió sobre nosotros. También parecía de mal humor. Nos miraba con aire de reto.

Don Juan procedió a ordenar una comida muy com­plicada. Pedía sin ver el menú, como si lo conociese de memoria. Yo me hallaba desconcertado: la apari­ción del mesero fue inesperada y no me dio tiempo de leer el menú, de modo que le dije que me trajera lo mismo.

‑Te apuesto a que no tienen lo que ordené ‑me susurró don Juan al oído.

Estiró brazos y piernas y me indicó relajarme y ponerme cómodo, porque la comida tardaría eterni­dades.

‑Estás en cierto trecho del camino, muy agudo y peligroso. Quizás ésta sea la última encrucijada, y tam­bién, quizá, la más difícil de entender. Algunas de las cosas que te voy a señalar hoy, probablemente nunca serán claras. De todos modos, no se supone que sean claras. Con que no te preocupes ni te desalientes. Todos nosotros somos una bola de idiotas cuando entramos en el mundo de la brujería, y entrar en ese mundo no nos garantiza, en ningún sentido, que cam­biaremos. Algunos seguimos idiotas hasta el fin.

Me gustó que se incluyera entre los idiotas. Supe que no lo hacía por bondad, sino como recurso pe­dagógico.

‑No te agites si no comprendes lo que voy a decirte ‑continuó‑. Teniendo en cuenta tu temperamento, temo que te rompas la crisma tratando de en­tender. ¡No lo hagas! Lo que voy a decirte sirve sólo para señalar una dirección.

Tuve un súbito sentimiento aprensivo. Las admo­niciones de don Juan me refundieron en una especu­lación interminable. Otras veces me había lanzado advertencias por el estilo, e invariablemente, aquello sobre lo cual me advertía había resultado devastador.

‑Me pongo muy nervioso cuando usted habla así ‑dije.

-Ya sé ‑repuso calmadamente‑. Trato, a propó­sito, de tenerte alerta. Necesito tu atención, toda tu atención.

Hizo una pausa y me miró. Reí nerviosa, involun­tariamente. Supe que don Juan quería estirar al máxi­mo las posibilidades dramáticas de la situación.

‑No te digo todo esto por crear un efecto -dijo como si leyera mis pensamientos‑. Simplemente te estoy dando tiempo de hacer los ajustes del caso.

En ese instante, el mesero se detuvo a nuestro lado para anunciar que no tenían lo que habíamos ordenado. Don Juan rió en alta voz y pidió tortillas y frijoles. El mesero torció despectivamente la boca y dijo que no servían eso; sugirió filete o pollo. Optamos por una sopa.

Comimos en silencio. No me gustó la sopa, ni pude terminarla, pero don Juan vació su propio plato.

‑Me he puesto mi traje ‑dijo de repente‑ para hablarte de algo, algo que ya conoces pero que necesita aclararse si va a ser efectivo. He esperado hasta ahora, porque Genaro siente que no sólo debes estar dispuesto a emprender el camino del conocimiento, sino que tus esfuerzos, por sí mismos, deben ser lo bastante impecables para hacerte digno de tal cono­cimiento. Te has portado muy bien. Ahora te diré cuál es la explicación de los brujos.

Hizo una nueva pausa, se frotó las mejillas y jugó con su lengua dentro de la boca, como si se palpara los dientes.

‑Voy a hablarte del tonal y del nagual ‑dijo, y me dirigió una mirada penetrante.

Ésta era la primera vez que usaba esos dos térmi­nos en mi presencia. Yo tenía una vaga familiaridad con ellos, gracias a la literatura antropológica sobre las culturas de México central. Sabia que el "tonal" era, según la creencia, una especie de espíritu guar­dián, generalmente un animal, que el niño obtenía al nacer y con el cual tenía lazos íntimos por el resto de su vida. "Nagual" era el nombre dado al animal en que los brujos, supuestamente, podían transfor­marse, o al brujo que efectuaba tal transformación.

‑Éste es mi tonal ‑dijo don Juan, frotándose las manos en el pecho.

‑¿Su traje?

-No. Mi persona.

Se golpeó el pecho y los muslos y los flancos del costillar.

-Mi tonal es todo esto.

Explicó que cada ser humano tenía dos facetas, dos entidades distintas, dos contrapartes que entraban en funciones en el instante del nacimiento; una se lla­maba "tonal" y la otra "nagual".

Le dije lo que los antropólogos sabían acerca de ambos conceptos. Me dejó hablar sin interrumpirme.

-Bueno, lo que fuera que sepas del tonal y el na­gual es pura tontería ‑dijo‑. Yo me baso para decir esto en el hecho de que habría sido imposible que alguien te hablara antes de lo que yo te estoy di­ciendo acerca del tonal y del nagual. Cualquier idiota se podría dar cuenta de que no sabes nada, porque para conocer al tonal y al nagual tendrías que ser brujo y no lo eres. O habrías tenido que hablar de ellos con un brujo, y no lo has hecho. Conque olvídate o tira de lado todo cuanto has oído antes, porque nada de eso se puede aplicar.

‑Era sólo un comentario ‑dije.

Alzó las cejas en un gesto cómico.

‑Tus comentarios no tienen cabida hoy ‑dijo­-. Esta vez necesito tu atención completa, puesto que te voy a presentar al tonal y al nagual. Los brujos tienen un interés único y especial en ese conocimien­to. Yo diría que el tonal y el nagual están en el reino exclusivo de los hombres de conocimiento. En tu caso, ésta es la tapa que cierra todo cuanto te he enseñado. De allí que he esperado hasta ahora para hablarte de esto.

"El tonal no es el animal que custodia a una per­sona. Yo más bien diría que es un guardián que pue­de representarse como animal. Pero eso no es lo im­portante."

Sonrió y me guiñó un ojo.

Ahora estoy usando tus palabras dijo‑. El tonal es la persona social.

Rió, supongo que al ver mi desconcierto.

‑El tonal es, y con derecho, un protector, un guardián: un guardián que la mayoría de las veces se transforma en guardia.

Jugueteé con mi cuaderno. Trataba de prestar aten­ción a lo que don Juan decía. Él rió y remedó mis movimientos nerviosos.

‑El tonal es el organizador del mundo ‑prosi­guió‑. Quizá la mejor forma de describir su obra monumental, es decir que en sus hombros descansa la tarea de poner en orden el caos del mundo. No es un absurdo sostener, como lo hacen los brujos, que todo cuanto sabemos y hacemos como hombres, es obra del tonal.

"En este momento, por ejemplo, lo que se ocupa de dar sentido a nuestra conversación es tu tonal; sin él sólo habría sonidos raros y muecas y no compren­derías nada de lo que te digo.

"Yo diría, pues, que el tonal es un guardián que protege algo muy, pero muy valioso: nuestro mismo ser. Por lo tanto, una cualidad nata del tonal es la de ser astuto, y celoso con su obra. Y como lo que hace es efectivamente la parte más importante de nuestras vidas, no es del nada extraño que al fin y al cabo se convierta, en cada uno de nosotros, de guar­dián en guardia."

Se detuvo y me preguntó si comprendía. Maquinal­mente asentí con la cabeza, y él sonrió con aire de incredulidad.

‑Un guardián es magnánimo y comprensivo ‑ex­plicó-. Un guardia, en cambio, es un vigilante into­lerante y, por lo siempre, un déspota. Yo diría que en todos nosotros el tonal se ha hecho un guardia insoportable y déspota, cuando debería ser un guar­dián magnánimo.

Yo definitivamente no seguía el hilo de su explicación. Oía y escribía cada palabra, y sin embargo parecía hallarme atorado en algún diálogo interno por mi propia cuenta.

‑Me resulta muy difícil captar su idea ‑dije.

‑Si no te enredaras en hablar contigo mismo, no tendrías líos ‑dijo él en tono cortante.

Su observación me lanzó a un largo parlamento explicativo. Finalmente recapacité, y ofrecí disculpas por mi insistencia en defenderme.

Sonrió e hizo un gesto que parecía indicar que mi actitud no lo había molestado en realidad.

‑El tonal es completamente todo lo que somos ‑prosiguió‑. ¡Nombra cualquier cosa! El tonal es todo eso para lo cual tenemos palabras. Y como el tonal está hecho de sus propios hechos, todas las co­sas, por lo visto, tienen que caer bajo su dominio.

Le recordé su definición del tonal como la persona social, un término que yo mismo había usado ante él para significar un ser humano como producto final de los procesos de socialización. Señalé que, si el tonal era ese producto, no podía serlo todo, como él decía, porque el mundo en torno nuestro no era el producto de la socialización.

Don Juan me recordó, a su vez, que mi argumento no tenía base para él, y que, mucho tiempo antes, ya él me había explicado el tema de que el mundo no existe de por sí, y que aquello que atestiguamos es sólo una descripción del mundo, la cual aprendemos a visualizar y a dar por sentada.

‑El tonal es todo cuanto conocemos -dijo‑. Yo creo que esto, por sí solo, es razón suficiente para que el tonal sea un asunto tan imponente.

Calló por un momento. Parecía, a las claras, esperar comentarios o preguntas, pero yo no tenía ninguna. Sin embargo, me sentía obligado a pronunciar una pregunta, y luché por formular alguna que fuese apropiada. Fracasé. Sentí que las admoniciones con que él inició nuestra conversación habían servido, tal vez, como antídoto contra cualquier inquisición por parte mía. Experimentaba una curiosa insensibilidad. No podía concentrarme ni ordenar mis ideas. De he­cho, me sentía y me sabía, sin el menor lugar a du­das, incapaz de pensar, y de esto mismo tomaba cono­cimiento sin ayuda del raciocinio, si tal cosa era posible.

Miré a don Juan. Tenía los ojos fijos en la parte media de mi cuerpo. Alzó la mirada y mi claridad mental retornó en el acto.

‑El tonal es todo cuanto conocemos ‑repitió len­tamente‑. Y eso no sólo nos incluye a nosotros, como personas, sino a todo lo que hay en nuestro mundo. Puede decirse que el tonal es todo cuanto salta a la vista.

"Lo empezamos a cuidar desde el momento de na­cer. En el momento en que tomamos la primera bo­canada de aire, también ese mismo aire es poder para el tonal. Así que, es muy apropiado decir que el to­nal de un ser humano está ligado íntimamente a su nacimiento.

"Debes recordar este punto. Es de gran importan­cia para entender todo esto. El tonal empieza en el nacimiento y acaba en la muerte."

Quise recapitular todas las ideas expresadas. Lle­gué incluso a abrir la boca para pedirle repetir los puntos clave de nuestra conversación, pero, para mi asombro, no pude vocalizar mis palabras. Sufría una incapacidad en extremo curiosa; mis palabras pesaban y yo no tenía ningún control sobre esa sensación.

Miré a don Juan para indicarle que no podía hablar. Él tenía nuevamente la vista clavada en el área alrededor de mi estómago.

Alzó los ojos y preguntó cómo me sentía. Las pala­bras fluyeron de mi boca como si algo me hubiera destapado. Le dije que había tenido la peculiar sen­sación de no poder hablar ni pensar, pese a que mis ideas eran claras como el cristal.

‑¿Tus ideas eran claras como el cristal? ‑preguntó.

Me di cuenta entonces de que la claridad no había correspondido a mis ideas, sino a mi percepción del mundo.

‑¿Me está usted haciendo algo, don Juan? ‑pre­gunté.

‑Estoy tratando de convencerte de que tus comen­tarios no son necesarios ‑dijo, y rió.

‑¿O sea, que usted no quiere que yo haga pre­guntas?

‑No, no. Pregunta lo que quieras, pero no dejes que tu atención vacile.

Hube de admitir que la inmensidad del tema me había distraído.

‑Todavía no puedo entender, don Juan, lo que quiso usted decir con la frase de que el tonal es todo ‑dije tras una pausa momentánea,

‑El tonal es lo que construye el mundo.

‑¿Es el tonal el creador del mundo?

Don Juan se rascó las sienes.

‑El tonal construye el mundo sólo en un sentido figurado. No puede crear ni cambiar nada, y sin embargo construye el mundo porque su función es juz­gar, y evaluar, y atestiguar. Digo que el tonal cons­truye el mundo porque atestigua y evalúa al mundo de acuerdo con las reglas del tonal. En una manera extrañísima, el tonal es un creador que no crea nada. O sea que, el tonal inventa las reglas por medio de las cuales capta el mundo. Así que, en un sentido fi­gurado, el tonal construye el mundo.

Tarareó una melodía popular, golpeando con los dedos un lado de su silla, para llevar el ritmo. Sus ojos brillaban; parecían centellear. Chasqueó la len­gua, meneando la cabeza.

‑No entiendes ni jota ‑dijo con una sonrisa.

‑Sí le entiendo. No hay problema ‑dije, pero no sonó muy convincente.

‑El tonal es una isla ‑explicó‑. La mejor ma­nera de describirlo es decir que el tonal es esto.

Pasó la mano sobre la superficie de la mesa.

‑Podemos decir que el tonal es como la superficie de esta mesa. Una isla. Y en la isla tenemos todo. Esta isla es, de hecho, el mundo.

"Hay un tonal que es personalmente para cada uno de nosotros, y hay otro que es colectivo para todos nosotros en cualquier momento dado, al cual llama­mos el tonal de los tiempos."

Señaló las hileras de mesas en el restaurante.

‑¡Mira! Cada mesa tiene la misma configuración. Hay ciertos objetos presentes en todas. Sin embargo, son individualmente distintas entre sí: algunas mesas están más llenas que otras; tienen diferente comida, diferentes platos, diferente atmósfera, pero tenemos que admitir que todas las mesas en este restaurante son muy semejantes. Lo mismo pasa con el tonal. Podemos decir que el tonal de los tiempos es lo que nos hace semejantes, en la misma forma en que hace se­mejantes todas las mesas en este restaurante. No obstante, cada mesa por separado es un caso indivi­dual, lo mismo que el tono personal de cada uno de nosotros. Pero el factor importante que hay que te­ner en cuenta, es que todo cuanto conocemos de nos­otros mismos y dé nuestro mundo está en la isla del tonal. ¿Ves lo que quiero decir?

-Si el tonal es todo cuanto conocemos de nosotros mismos y de nuestro mundo, ¿qué es entonces el nagual?

‑El nagual es la parte de nosotros mismos con la cual nunca tratamos.

‑¿Cómo dijo usted?

‑El nagual es la parte de nosotros para la cual no hay descripción: ni palabras, ni nombres, ni sensacio­nes, ni conocimiento.

‑Ésa es una contradicción, don Juan. En mi opi­nión, si no puede sentirse ni describirse ni nombrarse, no puede existir.

‑Es una contradicción nada más en tu opinión. Ya te lo advertí: no te rompas la crisma tratando de entender esto.

‑¿Diría usted que el nagual es la mente?

‑No. La mente es un objeto encima de la mesa. La mente es parte del tonal. Digamos que la mente es la salsa picante.

Tomó una botella de salsa y la puso frente a mí.

‑¿Es el nagual el alma?

‑No. El alma también está en la mesa. Digamos que el alma es el cenicero.

‑¿Es el nagual los pensamientos?

‑No. Los pensamientos también están en la mesa. Los pensamientos son como los cubiertos.

Cogió un tenedor y lo puso junto a la salsa y el cenicero.

‑¿Es un estado de gracia? ¿El cielo?

‑Tampoco es eso. Eso, sea lo que fuera, también es parte del tonal. Es, digamos, la servilleta.

Seguí proponiendo formas de describir aquello a lo que él aludía: intelecto puro, psique, energía, fuer­za vital, inmortalidad, principio vital. Por cada cosa que yo nombraba, él hallaba en la mesa un objeto que servía de contraparte y lo ponía frente a mí, has­ta que todo cuanto había en la mesa quedó apilado en un montón.

Don Juan parecía disfrutar enormidades. Soltaba risitas y se frotaba las manos cada vez que yo nom­braba otra posibilidad.

‑¿Es el nagual el Ser Supremo, el Omnipotente, Dios? ‑pregunté.

‑No. Dios también está en la mesa. Digamos que Dios es el mantel.

Hizo, en broma, el gesto de jalar el mantel para amontonarlo con los otros objetos que había puesto frente a mí.

-Pero, ¿dice usted que Dios no existe?

‑No. No dije eso. Sólo dije que el nagual no era Dios, porque Dios es un objeto de nuestro tonal per­sonal y del tonal de los tiempos. El tonal es, como ya dije, todo lo que creemos que es parte del mundo, incluyendo a Dios, por supuesto. Dios no tiene otra importancia que la de ser parte del tonal de nuestro tiempo.

‑Según yo lo entiendo, don Juan, Dios es todo ¿No estamos hablando de lo mismo?

‑No. Dios es solamente todo aquello en lo que puedes pensar; por eso, propiamente hablando, Dios no es sino otro objeto en la isla. Dios no puede ser visto cuando uno quiere; sólo podemos hablar de Él. En cambio, el nagual está al servicio del gue­rrero. Puede ser visto, pero no se puede hablar de él.

-Si el nagual no es ninguna de las cosas que he mencionado ‑dije‑, quizá pueda usted decirme el sitio donde se encuentra. ¿Dónde está?

Don Juan hizo un amplio ademán y señaló el área más allá de los confines de la mesa. Movió la mano como si, con el dorso, limpiara una superficie imagi­naria que rebasara los bordes de la mesa.

‑El nagual está allí ‑dijo‑. Allí, alrededor de la isla. El nagual está, allí, donde el poder se cierne.

"Desde el momento de nacer sentimos que hay dos partes en nosotros. A la hora de nacer, y luego por algún tiempo después, uno es todo nagual. En ese entonces, nosotros sentimos que para funcionar nece­sitamos una contraparte a lo que tenemos. Nos falta el tonal y eso nos da, desde el principio, el senti­miento de no estar completos. A esas alturas el tonal empieza a desarrollarse y llega a tener una impor­tancia tan absoluta para nuestro funcionamiento que opaca el brillo del nagual, lo avasalla; y así nos volvemos todo tonal. Desde el momento en que uno se vuelve todo tonal, no hacemos otra cosa sino aumen­tar esa vieja sensación de estar incompletos; esa sen­sación que nos acompaña desde el momento de nacer y que nos dice constantemente que hay otra parte de nosotros que nos haría íntegros.

"A partir del momento en que somos todo tonal, empezamos a hacer pares. Sentimos nuestros dos lados, pero siempre los representamos con objetos del tonal. Decimos que nuestras dos partes son el alma y el cuer­po. O la mente y la materia. O el bien y el mal. Dios y Satanás. Nunca nos damos cuenta, sin embargo, de que sólo estamos haciendo parejas con las cosas de la isla, algo muy semejante a hacer parejas con café y té, o pan y tortillas, o chile y mostaza. Somos de verdad animales raros. Nos creemos tanto y, en nues­tra locura, creemos tener perfecto sentido."

Don Juan se puso en pie y me apostrofó como un orador. Me señaló con el índice e hizo temblar su cabeza.

‑El hombre no se mueve entre el bien y el mal ‑dijo en un tono hilarantemente retórico, tomando el salero y el pimentero en ambas manos‑. Su ver­dadero movimiento es entre lo negativo y lo positivo

Dejó la sal y la pimienta y cogió un tenedor y un cuchillo.

‑¡Lo dicho es un error! No hay movimiento nin­guno -continuó como si se respondiera a sí mismo­-. ¡El hombre es sólo mente!

Cogió la botella de salsa y la puso en alto. Luego la dejó.

‑Como puedes ver ‑dijo suavemente‑, podría­mos muy fácilmente reemplazar mente por salsa de chile y acabar diciendo: ‑“¡El hombre es sólo salsa de chile!” El hacer eso no nos volvería más demen­tes de lo que ya estamos.

‑Mucho me temo no haber hecho la pregunta correcta ‑dije‑. Quizá podríamos llegar a una mejor comprensión si preguntara qué puede uno hallar, específicamente, en el área más allá de la isla.

‑No hay manera de responder eso. Si yo te dijera: nada, sólo haría al nagual parte del tonal. Todo cuanto puedo decir es que allí, más allá de la isla, uno encuentra al nagual.

‑Pero, cuando usted, lo llama nagual, ¿no lo co­loca también en la isla?

‑No. Lo llamé nagual solamente para que te die­ras cuenta de él.

‑¡Muy bien! Pero al darme cuenta de él también he dado el primer paso para convertirlo en un nuevo objeto de mi tonal.

‑Creo que no me comprendes. Yo he nombrado al tonal y al nagual como un par verdadero. Eso es todo lo que he hecho.

Me recordó que en una ocasión, al tratar de expli­carle mi insistencia en el significado, discutí la idea de que acaso los niños no fueran capaces de concebir la diferencia entre "padre" y "madre" hasta que no se desarrollaran lo suficiente en el manejo del signi­ficado, y que tal vez creerían que la diferencia estaba radicada en que "padre" usa pantalones y "madre" usa faldas, o en otras diferencias relativas al corte de pelo, o al tamaño del cuerpo, o a la ropa.

‑Por cierto que hacemos lo mismo con las dos partes de nosotros ‑dijo‑. Sentimos que en nosotros hay otro lado. Pero cuando tratamos de precisar cuál es ese otro lado, el tonal se apodera de la batuta y, como director, es un fracaso. Es tan mezquino y celoso que nos deslumbra con su astucia y nos fuerza a des­truir el menor indicio de la otra parte del par ver­dadero: el nagual